Patricia Cerda
Plutarco sostuvo que la historia es la gran dramaturga que nos presenta los conflictos y las crisis y nos obliga a confrontarnos con nuestras fuerzas destructivas y productivas. Es ella quien nos muestra quiénes somos. El Golpe de Estado en Chile el 11 de septiembre de 1973 es uno de esos momentos. Yo tenía 12 años. Recuerdo haber ido al colegio como en un día cualquiera y haber sido enviada de regreso a mi casa. Había militares en las calles. Mi madre tenía la televisión prendida y mi padre estaba muerto de miedo porque era militante del partido radical, uno de los partidos de la coalición de gobierno. El bombardeo a la Moneda no lo vi, porque no lo mostraron por la televisón. Algunos vecinos momios abrieron botellas de champán, entre ellos, la señora Braun, una rubia que por su atractivo e inteligencia intimidaba a todo el vecindario. Era profesora de matemáticas en la Universidad Técnica del Estado. Poco después del Golpe echó a su marido de la casa y se quedó sola con sus tres hijos. Supimos la razón cuando se llevó a vivir con ella a un alumno más joven. Un tipo atlético, alto, moreno. Los vecinos comentaban las libertades que se daba la momia emancipada.
La única consecuencia para mi padre fue que lo echaron del trabajo. Encontró otro en Los Ángeles, una ciudad pueblo en el Valle Central, rodeada de latifundios. Allá el pinochetismo era fuerte. Los papás de mis compañeras de curso en el Colegio Teresiano tuvieron solo una preocupación durante el gobierno de la Unidad Popular: que les expropiaran sus campos. Yo debo haber sido la única en el curso cuyos padres estaban en contra de la dictadura. Me acuerdo del profesor de Historia, Santiago Slimming. Un hombre bastante bajo y de lenguaje impetuoso. Sus clases eran entretendidas. No duró mucho tiempo. Lo echaron porque algunas compañeras se quejaron de que hacía propaganda política contra Pinochet. Yo apenas me enteraba de estas cosas. Era bastante ingenua. Lo único que tenía claro, era que Pinochet me parecía un personaje detestable. Tenía un tono arrogante e inculto y mucho odio en su voz. Sabía también que entre mis compañeras de curso y yo habían pocas cosas en común. Muchas se casaron en cuanto salieron del colegio.
De estar más bien perdida en esa ciudad pueblo conservadora he saltado a verlas hoy desde lejos. Con qué alegría me fui de allí primero y de Chile después. Cuando terminó la dictadura yo vivía en Berlín y era asidua a la biblioteca del Ibero. Leí con un interés entre histórico y morboso varios testimonios de mujeres torturadas, como el libro El infierno de Luz Arce. Durante la dictadura el chileno se transformó en el lobo del chileno. Hace poco me enteré que en la década del ochenta la Central Nacional de Informaciones (CNI) inventaba atentados para poder justificar su existencia, para mantener sus cárceles clandestinas y seguir torturando. Me acuerdo del miedo que les tenía. Apenas participaba en las protestas que surgieron a principios de la década del ochenta. No tenía vocación de mártir. Ni pensar en que me llevaran presa y me maltrataran. Una vez me sumé a un grupo de estudiantes que cantaban canciones de Silvio Rodríguez en el Foro de la Universidad de Concepción. Me las sabía todas de memoria. En mi ingenuidad no pensé que hasta allí podía haber soplones. Días después me llamaron a una oficina a firmar un papel en el que yo reconocía haber estado allí. Me negué a hacerlo porque me pareció sospechoso. Otros que se dejaron intimidar y firmaron fueron expulsados de la universidad por participar en una reunión política, lo cual estaba estrictamente prohibido.
Cincuenta años después, la mirada escéptica que ya entonces tenía se ha consolidado. De la Unidad Popular entiendo la emoción que la sostenía. Se trataba de dejar atrás injusticias sociales heredadas de la Colonia. He dedicado varias novelas a reinterpretar esa herencia colonial. En una de ellas, Las infames, Mabel, una mestiza del pueblo, cuenta cómo era la vida en el siglo XVIII en el Reino de Chile, con una pequeña élite española y criolla frente a una gran masa indígena y mestiza desheredada y sin derechos. La matriz de la cultura y la sociedad chilena proviene de ellos. Los primeros chilenos eran unos niños patipelados, unos huachos mestizos que pululaban por el Reino de Chile poco después de la llegada de los conquistadores españoles. Niños y niñas mestizos de padres desconocidos y madres indígenas. De allí venimos las grandes mayorías. De allí salió el proletariado y la clase media. Allende fue un vocero. Pero era marxista y no hacía mucho había triunfado la revolución cubana. La fronda aristocrática podía contar con el apoyo de Estados Unidos para derrotarlo.
¿Fue una derrota o fue un fracaso?, se preguntan los cientistas sociales. El pueblo se atolondró, no fue estratégico. Sus representantes no supieron conducirlo. Subestimaron el poder que tenía esa antigua casta de estirpe colonial para frenar sus pulsiones. No entendieron que los antiguos patrones todavía tenían el poder de aplastarlos, podían frenar sus industrias y sabotear la producción de los alimentos y tenían a las fuerzas armadas. Jamás imaginaron lo que vendría. Donde dice violaciones a los derechos humanos, léase masacre.
Me atrevo a afirmar que quien mejor ha imaginado Chile es Gabriela Mistral, cuando defendía como modelo de sociedad ideal para su país un socialismo cristiano. Pero en tiempos de la Guerra Fría no había espacio para esa utopía. El socialismo debía ser marxista y el cristianismo debía ser reaccionario. Gabriela Mistral fue una gran disidente en el siglo XX y a la vez una gran visionaria cuando rechazó tanto el fascismo como el marxismo. Sabemos que la Unión soviética mandó a Pablo Neruda a ofrecerle uno de sus famosos premios en nombre de la paz y ella lo rechazó.
La Guerra Fría hizo que Chile pasara de ser un país pobre e insignificante a ser un laboratorio al que se dirigían los ojos del mundo. Cuba enviaba armas que Allende no distribuía entre sus adeptos revolucionarios porque no quería una guerra civil como la española. Era un líder solitario. Mientras su partido socialista alardeaba de querer acceder al poder por medio de las armas, él se aferraba al camino de la democracia. Chile tuvo suerte. La Unión Soviética no armó a los revolucionarios chilenos porque estaba concentrada en Vietnam. Es posible que ese desinterés soviético nos haya salvado de una guerra civil.
El poeta polaco Adam Zagajewski anotó en su Diario de vida sin fechas que ese siglo XX fue, seguramente, el peor siglo en el sistema solar. No fueron las personas las que se enfrentaron, sino las dos grandes ideologías en pugna. El destino del hombre de ese siglo se igualó al de su antepasado en las cavernas, rodeado de monstruos más fuertes que él.
Nunca he sido una escritora activista. Mi posición política está en constante formación. Los escucho a todos, siempre con la premisa de Goethe como melodía de fondo: lo más seguro en el ser humano, es que se equivoca. Constato que Chile ha cambiado, pero en el fondo sigue igual. El pueblo se llama hoy ciudadanía y sigue buscando caminos para construir una sociedad más justa y la élite se sigue llamando élite y su egoísmo es el mismo de siempre.
Patricia Cerda en Concepción, Chile, en 1961 y vive actualmente en Alemania. Es doctorada en Historia en la Universidad Libre de Berlín. El 2013 publicó Entre mundos (Cuarto propio), en que destila su experiencia de vivir entre dos culturas. En Mestiza (Ediciones B 2016),Rugendas (Ediciones B, 2016),Violeta & Nicanor(Planeta, 2018) y Las infames (Planeta, 2021) explora la memoria cultural chilena y latinoamericana. El 2019 publicó Luz en Berlín (Planeta), ambientada en Berlín cuando cae el Muro, proceso que ella misma vivió de cerca. Su novela Bajo la Cruz del Sur (Planeta, 2020) recrea el viaje de Hernando de Magallanes y la primera circunnavegación del planeta. Su última novela Ercilla y las creaciones del Imperio versa sobre el autor del poema épico La Araucana. Catalogada por la crítica chilena como una narradora fascinante e importante. Ha sido traducida al árabe y al chino. Foto: Birgit Heitfeld
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